domingo, 8 de junio de 2014

Inspiración ferrosa

    Para ese oficinista estaba más que bien el haberse tragado varias tapas de lapicera en vez de esos caramelos ácidos que ponían en atención al público, sabían espantosamente bien.
    —Mi estómago podrá escribir y ser crítico de todo lo que disuelve...— pensaba mientras agarraba un caramelo para disimular su impaciencia.
    Eran las dos de la tarde y lo estaba maltratando el sol, el calor en fuerte desamparo y el final del día parecía casi una leyenda. 
    —Nadie viene... ¿para quién laburamos?
    Cargaba una intranquilidad constante desde la hora de descanso, había salido afuera para refrescarse del aire sofocante y jocoso de esa oficina marmolada por dinero, era peor, el sol le quemaría la poca pelusa (pseudopelo) que le cubría la cabeza. Aun así decidió fumar uno o dos cigarrilos antes de meterse adentro de nuevo.
    En lo que tardó en encender su primer cigarro observó que en la vereda de enfrente se encontraba un paseador de perros que parecía de su edad, sentado sobre uno de esos bancos de piedra que se calentaban como pequeños hornos a esta hora. ¿Qué hacía abanicándose con una revista si su culo sufría aplastado entre joggins, sudor y piedras? Sufría lo peor.
    "¿Y qué hago preocupándome por culos ajenos? ¡Primero el mío!", meditaba el oficinista mientras prendía el segundo cigarro, hasta ese momento no se había percatado de los perros que llevaba ese tipo empapado de piel (de mal olor, de mugre) si no que suponía que era un paseador por haber escuchado unos ladridos infantiloides. No paseaba ladridos ese gordo seboso, paseaba un minúsculo yorkshire terrier vestido y abotonado con una prenda ridícula que a sus costados decía:"Stay strong".
    —Mantenerse fuerte... se está cagando de calor.
    Ese embrión de felpudo se estaba deshidratando y sofocando tanto como él. Ya no importaban las tapas de lapiceras estomacales inservibles (las tapas no llevan la tinta, idiota) ni su alopecia inflamable, ni el quinto o sexto cigarrillo y mucho menos toda la jerarquía anal que pregonaba hace instantes.
    Eran esas palabras de resistencia y ese sofocamiento compartido con ese perrito lo que lo hacía conmoverse. Stay strong. Ese tipo debía ser el dueño o padre de familia al que castigaron con la tarea de morir por insolación, junto a ese perro: dos indeseables. Pero la conexión era oficinista-yorkshire y yorkshire-oficinista y no tenía de mediador arbitrario a ese otro cuarentón. 
    Mantenerse fuerte era una pésima frase que al hombre trajeado lo ahogaba:
    —Tenes una inscripción terrible, llevas en ella destino. Un ardor chotísimo— decía el oficinista mientras volvía a su puesto de trabajo, rememorando muy molesto.
    En ese bochornoso evento... ¿No había un eje sobre todo? ¡Carajo por no darse cuenta! Se solapa entre esos giles algo impensable... ¿No le podríamos escribir en la piel a los animales para hacernos recordar reflexiones y parábolas? Viejo ignorante... ¡Perro boludo! Si ese hombre supiera qué negocio tiene atadito en su mano o si ese perro supiera mordisquear pero mala especie, lo cagó demasiado... Prenden el aire acondicionado y se me congelan las ideas... Stay strong, stay strong, mediocre el que confíe en semejante placebo, en un perrito clase alta va a parar el lenguaje... ¿Solo sabe cagar y comer el lenguaje? ¿Tan bajo llegan? Si no es por humanos, ni a palos se alimentan... Estar fuerte la secretaria. Yo. ¿Estar? Me preocupo de una boludez milimétrica y encima con este frío...
    No se podía sacar la idea de que un animal debería llevar trazado en todo su cuerpo una historia, una poesía o algún anuncio. Lápices de hierro al rojo vivo o rasuradoras tipográficas. Y acá en la oficinita sólo lo hacían con los humanos, símbolos de un labor social inexplicable. Ahí encerrado no ganaba nada. Afuera quizás menos. Tenía que irse a cualquier otro lugar a intentar lo teorizado.
    Agarró una tijera, se fue a una cocina del comedor y encendió una hornalla. Le hervía todo por intentar escribir sobre seres sin raciocinio, sin conceptos de tiempo como nosotros, monos pelados. En la cocina estaba la secretaria "diseñada con el mejor material genético", según el gerente, licenciado en virginidad. Ahí estaba ella en su carnal euforia preparándose un café, de espaldas a ese escritor de inspiración mordaz, y la panorámica del oficinista abrasivo era el culo como papel y la tijera como pluma.
    No alcanzó a escribir Carpe Diem porque los alaridos pasaron a los guardias de seguridad, y de ahí, al escritor reducido en el suelo, glacial como nunca, con algunas quemaduras en su mano izquierda y el llanterío de la secretaria por una obra de arte ultrajada. El oficinista llegó a escribir "CARP" en su gluteo derecho, sería más tarde acusado de acoso sexual y sus compañeros de trabajo lo recordarían no como un escritor de una volátil vanguardia, si no como un enfermizo hincha de River Plate.