jueves, 28 de marzo de 2013

Bañadera de carne nerviosa


 Don Franco, hombre que está a punto de llegar al medio siglo descansa en un sillón, por fin sentando, hace lo primero que se le viene a la cabeza, revisar un poco los medios: hojear el diario y otro poco del televisor, y pronto para enganchar el partido, superclásico, superdesganado, pero hasta apretar un botoncito para pasar a mirar alguna película (igual de superclásica) lo iba a cansar más. Empieza a descargar esos relapsos infinitos en su vida.
   -Voy a llevar a los nenes al médico, ya volvemos.- Le dijo su mujer antes de pasar por la puerta.
    Apenas hizo un poco de fuerza para escuchar como arrancaba el auto y ella se iba alejando con sus dos hijos. Ahí está, la privacidad, un poco de soltura para ver que hace consigo mismo. Hace tiempo al mayor le habían hecho unos estudios que lo condenaban con diabetes. Pobre pibe, puesto ante el especialista como otro producto vencido. El supervisor que lo sacaba por un rato de las góndolas y tachaba la fecha por otra, cuanta carne que da guita y tan seguro de que esa carne está a su disposición con un poco de insulinas truchas. Al diabetólogo entonces, el único idiota en esta ciudad es un tal Millanir, supervisor de productos altos en glucosa, pajero creído desde hace años, y al hijo de Franco le van a dar cualquier cosa. Que mal, pobrecita su alma... Esperemos que se cuide.
    Seguro que Don Franco lo dedujo a esto, pero no estaba en condiciones de entrar en la desesperación, de ser posible esperaba que ir a lo de ese viejo no saliese tan caro. Pero hay que dejar todos esos temas en la desidia. Porque se los van a estampar en la cara apenas volviesen todos sus conocidos, acotando cada uno su inestabilidad y miedos de morir o de querer morir. Punto y aparte para eso, ahora queda descansar, no me jodan ustedes con sus tormentas de sombras, déjenme descansar y luego hablemos, por eso es mejor descansar todo el tiempo posible para ralentizar el diálogo, y es que por fin no hay tanto ruido, ¿para qué hablar? En un sillón y esperando a que comience el partido él podría encontrarse con aquellas pasiones ancestrales que se fueron empobreciendo con el tiempo. Pero este hombre no se sentía muy a gusto esperando, estaba incomodo desde la hora del almuerzo, por tener que comer el estofado que le hizo la señora y sentir los nervios de la carne. No era acidez, ni siquiera estaba bufando por comer de más, era otra sensación muy diferente, directo desde la carne, de los nervios de la carne que primero fue masticada y que por los dientes fue resonando por todo el cuerpo de Don Franco. Le hizo darse cuenta de algo que portaba en su cuerpo un tanto avejentado pero no destruido, cuán ciego y cómo es que justo el sabor del estofado al que jamás se acostumbro lo estaban haciendo consciente de una molestia. Pero no sabía exactamente qué es lo que padecía, mixtura de una perdida de la pasión, y apaga la tele para no saber más quien va a ganar, se entera después, sumar a esa molestia desconocida reconocida, ahora el deporte televisado lo deja tan hecho polvo como si él hubiese jugando durante todo el partido. Mejor aprovechar que está solo y se relaja en la ducha.
    No era enfermedad, porque si lo fuera hubiese tenido que ir a algún especialista, nada de diabetólogos, cancerólogos, urólogos, psicólogos, cardiólogos, mil patólogos y que ninguno le sirva, no quería nada de eso. Era una obsolencia incrustada muy fuerte en los nervios, como medida preventiva (oh, y acá guarda 
señor, tenga cuidado, tenga cuidado, tenga cuidado, efectividad y otros complementos secundarios no comprobados) decide que el agua a lo sumo lo afloja de la carne nerviosa. Así que no demora en entrar al baño, sacarse las ropas tan pesadas y quedar solo en esa pequeña habitación de cerámicas pálidas.
    Reconoce en su cuerpo a todas esas carnes blandas que se fue ganando con los años. Don Franco con 
un aire triste decide no pensar más y entra en la ducha, que ella lave toda la suciedad carnal de los tiempos. No tarda mucho en sentirse muy mal, más pesado que de costumbre, y es que todo lo que llevaba encima ahora estaba siendo succionado por el agua, busca llevárselo también a Franco pero no puede, ahora que todo se ablandó en su cuerpo por culpa de la carne nerviosa, este es su último intento para quitarle todas las fuerzas a Don Franco. Que ya siente que su cuerpo no puede sostenerse, y olvida como pararse. Se sienta en el agua que ahora está más clara por la suciedad y el jabón, y por fin recuerda. Aquello que se había olvidado en lo más profundo de Don Franco ahora estaba en los reflejos de todo el baño iluminado, también explotando con fulgor en todo el cuerpo sensible de este señor. Aquella infancia donde su madre lo estaba bañando (oh, y esos estofados, la única persona en hacerlos bien era ella) pero en una bañadera, qué bien recordaba algo de su infancia tan temprana. Y como puede, Don Franco empieza a chapotear en el agua, meciendo pequeñas olas con sus manos grandes y de piel gruesa, soñando que fuesen permanentes, siente su carne, sus preocupaciones, la alopecia, la adultez, sus casi cincuenta años reducidos a ese momento en la ducha, chapoteando más fuerte en el agua, y comenzando a llorar, a dar sollozos que tratan de llamar a una madre que no está y que ahora no vendrá, queriendo ser el loto en las corrientes de agua, pero apenas siendo carne suelta, siendo mero loto nervioso, siendo loto de carne, Don Franco llora en el recuerdo olvidado y definitivo. En esa ducha que tampoco puede durar otro medio siglo, vuelve a sentirse más solo que nadie. Feliz y triste por acordarse de que era un niño, juega un rato más en el agua, ahora su madre.

Mauro Varela



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