lunes, 30 de enero de 2017

Lloronas y luces

Autoservicio Noé es de esos lugares que de tan a mano que te quedan se te desbaratan las ganas de ir a comprar. Su nombre no es de ningún hijo, de ningún dueño. Lo hereda de un perrito terrier muerto hace varios años. El amo del finado era el loco de Javier, un loco de mierda, o “loco re mera” (sic).
El enérgico e impávido comerciante, mentirillas cazador de aves. Capaz de manejar un camión hasta Tucumán, cargar mercadería y volver fresco a base de hojas de coca todo en un día y una noche con tal de abastecer el Noé. Capaz de unas inexplicables euforias que le llevaban a bañar a su Noé perro con esas espumas de carnaval (de una composición misteriosa) y limpiarle su gris pelaje sin que el can rezongara una sola vez. Capaz de llorarlo a moco tendido y más que a la madre, a ese perro por el cual nadie daba dos pesos y cuya muerte era de esperar luego de tantos años espumosos, un Noé fulminado en un presunto asesinato, lo más incurable. Noé derrotado en la entrada de ese otro Noé que crecía grosamente con la visita de clientes de localidades cada vez más lejanas. Amén de sus módicos precios.
De Noé quedó su arca y una publicidad en la radio municipal. Se lo anunciaba como El gigante de la economía, un título dudoso porque solo era un almacén con mucha suerte y un mentiroso al mando que no paraba más. Lo interesante son los mitos que surgen en la espera de conseguir la carne de cada miércoles: extensas colas, vecinos impacientes, toda la calle infestada de vehículos, quizás esa misma fiebre de exasperación hacía que las vecinas del barrio dejaran de lado los chusmeríos burdos para pasar al terror de lo desconocido. De lo que resbala a la vida de pueblo y lima la fe de los ancianos compradores.

“Hay una nena llorando por la cancha de Racing”. Listo, plantado el mito afloran los moradores ocultos típicos de cada pueblo rural. Viejas comunidades clandestinas que calcan la vida de “los vivos” con tal de hacer sus vidas un poco más civilizadas, aunque el resultado sea una cotidianeidad estéril.
Desde que una luz mala que hacía las veces de intendente (a tal punto llegan…) decretó una ordenanza para que lloronas y luces malas establecieran la paz desde la pedantería humana, las costumbres y los instintos de estas criaturas se amansaron. Todo un viaje. Sus almacenes y plazas se superponen en ubicación con los nuestros (a falta de ejemplos…). Y como una luz mala loca como la mierda también copia los módicos precios junto a las colas de clientes, algunas lloronas terminan escuchando el rumor de la nena. Porque en algo hay que ocupar esos poderes que antes servían para atemorizar gauchos y ahuyentar caballos, y eso es parar la oreja cuando hablan las señoras…
El caso es que las lloronas lo escuchan indignadísimas. Es que a la madre de esa lloroncita ya le habían recriminado tiempo atrás que por más incorpóreas que sean las carnes del llorón… que pare la mano, que no sea tan forra, que cómo se pueden dejar los hijos al cuidado de las luces malas que pululan por el estadio. Luces picantes que ante el mínimo llanto se desconcentran y empiezan a bombardear la platea de pelotazos con tal de que la nenita de los llantos se las tome.
La madre llorona, que también aprovechaba las ofertas del almacén mientras cagaban a pelotazos a su hija, no la vió venir cuando una tropa de lloronas la empujó hasta sacarle su privilegiado segundo lugar en la fila de la carnicería. Sin creerse menos, atropelló una, dos, tres veces contra la tropa que en formación muralla la hizo rebotar a la madre hasta la cancha del club, reventando ventanas ajenas y gatos humanos a su paso.
Las luces malas futbolistas que en en ese momento estaban de práctica creyeron que aquel bulto en medio del campo era otro de esos ingeniosos dispositivos del entrenador pitufo para medir la fuerza de sus pelotazos. La llorona madre estaba furiosa, a fin de cuentas caerse de culo y medio noqueada por el envión, llamar a los gritos a una hija sorda de tristeza que ni tronco de bola y que las luces encontraran en ese griterío un nuevo cantito para la hinchada, no es algo para enorgullecerse. ¡Le robaron los derechos de autor y todo!
Así eran los rumores bobos de estos seres…

También solían condimentar esa vida artificial quejándose como personas. Una noche de diciembre, mientras las luces malas armaban un arbolito de Navidad hecho de fierros y luciérnagas, una llorona observaba consternada desde un banquito de la plaza. ¿Quién entiende a las luces que colocan luces? Inexplicable que no se cuelguen ellas mismas de los barrotes, cuando alumbran más que cualquier foco chino, que cualquier luna. El problema era que esa pregunta la estaba formulando yo mientras la llorona seguía alunada por semejante estructura lumínica. Prende, apaga, vuelve y revuelve el árbol entre el on y el off.
En la radio municipal, una luz mala locutora no veía las horas de rajarse. Era noche de mensajes románticos y de luz busca pitufo, 30 a 40 años, auto y disponibilidad las 24 horas, teléfono… Y faltaban minutos para que sean las 22, podía aceptar un llamado más. Estaba generosa con esos poetas aburridísimos, era regalar su tiempo infinito por esa tradición navideña.
Hizo una seña a la llorona operadora y la luz mala recibió a su oyente con un meloso saludo. “Buenas noches, ensueño. ¿Qué desea tu pasión esta noche?”. La voz oyente primero se retuerce, después suspira, y calla. Logra un silencio abismales segundos en pleno aire, dejando crudo el smooth jazz de cortina. “¿Ensueño?” pregunta la luz mala locutora, conteniendo los nervios, ganando carrera para las diez de la noche.
Un torrente de palabras y lágrimas fluía ahora por la frecuencia modulada. Era la llorona del banquito, que entre balbuceos y chirridos hacía pública su preocupación por el árbol navideño de la plaza. Reclamaba que a la municipalidad le cabía la responsabilidad de un cortocircuito ante esas inseguras luciérnagas que titilan o si en un descuido alguna luz mala adolescente quedaba pegada a la corriente si osaba colgarse del árbol. Aunque esto último era algo que la llorona deseó desde un principio.
La luz mala locutora no entendía un pomo pero le pidió a la llorona operadora que grabara la llamada, hizo la seña rápido y se evaporó del estudio. La operadora se comía las uñas y puteaba bajito: “¿Y ahora como cierro el programa, luz de mierda?”.
A la mañana siguiente, el árbol seguía impasible en la plaza. Los días posteriores, la radio repetiría esa llamada tan estúpida por pedido de los oyentes, agraciados con tanto alarido. Se usaría para rellenar la programación o por pura maldad, quién sabe. El porvenir de la llorona alarmista quedó cubierto de vergüenza y dejó de ir a la plaza los meses de diciembre por recomendación del médico.

Pero más peligrosos eran los espíritus que aprovechando la ordenanza copiaron los vicios humanos del robo y el vandalismo. Hace poco capturaron a una bandita de luces malosas y cuatreras. Lo grave del asunto no era que estas luces pretendieran una moneda fácil entrando en el mercado negro de la carne equina. Lo peor era el reguero de tripas que dejaban a su paso, y siempre de pobladores humanos. La causa era algo elemental: la dimensión. Les costaba horrores medir espacios físicos, estas atrevidas cometas no tenían respeto por nadie y gustaban cortar camino atravesando paredes y transeúntes indiscriminadamente. Cuando te da un golpe de frío en este pueblo, no te asustes, es alguna luz mala que embiste a medio mundo con tal de llegar a tiempo para el partido de waterpolo enano.
La cuestión es que a esta bandita de luces se les ocurrió enceguecer a todos los caballos de la ruta para guiarlos hasta un camión ubicado de manera estratégica. Y como eran testarudas para aprender física a diferencia de sus pares futbolistas y ornamentistas de árboles, varios motociclistas humanos terminaron hechos brochette de caballo. Puede que muchos lo tengan al caballo como un animal de pocas luces. ¿Pero vos qué harías si te bañaran con bengalas? El bicho no tiene la culpa y las muertes humanas no le quitan el sueño a nadie en el mundo que respira a la par nuestra.
Una vez una luz mala cuatrera cruzó la ruta sin ver que un motoquero humano venía de frente. El frío le escarchó el corazón y las venas en segundos. Cayó muerto a pocos metros sobre un montón de arena. Las luces, que ya estaban acostumbradas a disfrazar estos accidentes sobrenaturales rellenando los cadáveres de alcohol, se habían quedado sin reservas de vino para este hombre. Era hora de improvisar.
La luz líder decidió que toda la banda capturara palomas en la plaza principal lo más pronto posible, y si estaban vivas, mejor para los fines. En 15 minutos liquidaron todos los nidos y tenían tantas ratas con alas como para comer por un mes. “Bueno, ¡ahora a golpear las aves contra el pecho del fiambre!” dijo la luz líder y pidió que todas hagan fila.
Se iban turnando como quien juega a embocar el aro, una palomita por vez y el jefe decidía a la ganadora. La bolita de plumas no debía reventar y su tamaño debía coincidir con el pecho del tipo. Después de una docena por cada luz, quedó seleccionada una paloma blanca, por su condición de chivo expiatorio irónico, perfecto para las bobadas de significados a los que apelamos nosotros los humanos.
Una la tomo por las garras y ¡pum! ¡Al pecho ya morado del hombre! Se sentían astutas, reinas del simulacro; eludieron al forense que se comía el verso de la paloma blanca, con laurel y todo. Los repetidos picotazos también funcionaron como picahielos, de esta manera lo de la sangre escarchada quedó tapado. Podrían haber seguido robando caballos de no ser porque la ausencia repentina de palomas fue denunciada por las lloronas ancianas que siempre les daban de comer.


Los rumores de fantasmas afloran estas cosas que siempre mistificamos, por temor y sin ahondar mucho. Aunque se difuminan cuando el loco del autoservicio de Noé anuncia la llegada del camión de frutas y verduras. Cuando la fila por fin avanza y vos te tenes que apurar en pagar porque ¿vos no ves que otros también quieren comprar?

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