Autoservicio Noé es de esos lugares que
de tan a mano que te quedan se te desbaratan las ganas de ir a
comprar. Su nombre no es de ningún hijo, de ningún dueño. Lo
hereda de un perrito terrier muerto hace varios años. El amo del
finado era el loco de Javier, un loco de mierda, o “loco re mera”
(sic).
El enérgico e impávido comerciante,
mentirillas cazador de aves. Capaz de manejar un camión hasta
Tucumán, cargar mercadería y volver fresco a base de hojas de coca
todo en un día y una noche con tal de abastecer el Noé. Capaz de
unas inexplicables euforias que le llevaban a bañar a su Noé perro
con esas espumas de carnaval (de una composición misteriosa) y
limpiarle su gris pelaje sin que el can rezongara una sola vez. Capaz
de llorarlo a moco tendido y más que a la madre, a ese perro por el
cual nadie daba dos pesos y cuya muerte era de esperar luego de
tantos años espumosos, un Noé fulminado en un presunto asesinato,
lo más incurable. Noé derrotado en la entrada de ese otro Noé que
crecía grosamente con la visita de clientes de localidades cada vez
más lejanas. Amén de sus módicos precios.
De Noé quedó su arca y una publicidad
en la radio municipal. Se lo anunciaba como El
gigante de la economía, un
título dudoso porque solo era un almacén con mucha suerte y un
mentiroso al mando que no paraba más. Lo interesante son los mitos
que surgen en la espera de conseguir la carne de cada miércoles:
extensas colas, vecinos impacientes, toda la calle infestada de
vehículos, quizás esa misma fiebre de exasperación hacía que las
vecinas del barrio dejaran de lado los chusmeríos burdos para pasar
al terror de lo desconocido. De lo que resbala a la vida de pueblo y
lima la fe de los ancianos compradores.
“Hay una nena llorando por la cancha de
Racing”. Listo, plantado el mito afloran los moradores ocultos
típicos de cada pueblo rural. Viejas comunidades clandestinas que
calcan la vida de “los vivos” con tal de hacer sus vidas un poco
más civilizadas, aunque el resultado sea una cotidianeidad estéril.
Desde que una luz mala que hacía las
veces de intendente (a tal punto llegan…) decretó una ordenanza
para que lloronas y luces malas establecieran la paz desde la
pedantería humana, las costumbres y los instintos de estas criaturas
se amansaron. Todo un viaje. Sus almacenes y plazas se superponen en
ubicación con los nuestros (a falta de ejemplos…). Y como una luz
mala loca como la mierda también copia los módicos precios junto a
las colas de clientes, algunas lloronas terminan escuchando el rumor
de la nena. Porque en algo hay que ocupar esos poderes que antes
servían para atemorizar gauchos y ahuyentar caballos, y eso es parar
la oreja cuando hablan las señoras…
El caso es que las lloronas lo escuchan
indignadísimas. Es que a la madre de esa lloroncita ya le habían
recriminado tiempo atrás que por más incorpóreas que sean las
carnes del llorón… que pare la mano, que no sea tan forra, que
cómo se pueden dejar los hijos al cuidado de las luces malas que
pululan por el estadio. Luces picantes que ante el mínimo llanto se
desconcentran y empiezan a bombardear la platea de pelotazos con tal
de que la nenita de los llantos se las tome.
La madre llorona, que también
aprovechaba las ofertas del almacén mientras cagaban a pelotazos a
su hija, no la vió venir cuando una tropa de lloronas la empujó
hasta sacarle su privilegiado segundo lugar en la fila de la
carnicería. Sin creerse menos, atropelló una, dos, tres veces
contra la tropa que en formación muralla la hizo rebotar a la madre
hasta la cancha del club, reventando ventanas ajenas y gatos humanos
a su paso.
Las luces malas futbolistas que en en ese
momento estaban de práctica creyeron que aquel bulto en medio del
campo era otro de esos ingeniosos dispositivos del entrenador pitufo
para medir la fuerza de sus pelotazos. La llorona madre estaba
furiosa, a fin de cuentas caerse de culo y medio noqueada por el
envión, llamar a los gritos a una hija sorda de tristeza que ni
tronco de bola y que las luces encontraran en ese griterío un nuevo
cantito para la hinchada, no es algo para enorgullecerse. ¡Le
robaron los derechos de autor y todo!
Así eran los rumores bobos de estos
seres…
También solían condimentar esa vida
artificial quejándose como personas. Una noche de diciembre,
mientras las luces malas armaban un arbolito de Navidad hecho de
fierros y luciérnagas, una llorona observaba consternada desde un
banquito de la plaza. ¿Quién entiende a las luces que colocan
luces? Inexplicable que no se cuelguen ellas mismas de los barrotes,
cuando alumbran más que cualquier foco chino, que cualquier luna. El
problema era que esa pregunta la estaba formulando yo mientras la
llorona seguía alunada por semejante estructura lumínica. Prende,
apaga, vuelve y revuelve el árbol entre el on y el off.
En la radio municipal, una luz mala
locutora no veía las horas de rajarse. Era noche de mensajes
románticos y de luz busca pitufo, 30 a 40 años, auto y
disponibilidad las 24 horas, teléfono… Y faltaban minutos para que
sean las 22, podía aceptar un llamado más. Estaba generosa con esos
poetas aburridísimos, era regalar su tiempo infinito por esa
tradición navideña.
Hizo una seña a la llorona operadora y
la luz mala recibió a su oyente con un meloso saludo. “Buenas
noches, ensueño. ¿Qué desea tu pasión esta noche?”. La voz
oyente primero se retuerce, después suspira, y calla. Logra un
silencio abismales segundos en pleno aire, dejando crudo el smooth
jazz de cortina. “¿Ensueño?” pregunta la luz mala locutora,
conteniendo los nervios, ganando carrera para las diez de la noche.
Un torrente de palabras y lágrimas fluía
ahora por la frecuencia modulada. Era la llorona del banquito, que
entre balbuceos y chirridos hacía pública su preocupación por el
árbol navideño de la plaza. Reclamaba que a la municipalidad le
cabía la responsabilidad de un cortocircuito ante esas inseguras
luciérnagas que titilan o si en un descuido alguna luz mala
adolescente quedaba pegada a la corriente si osaba colgarse del
árbol. Aunque esto último era algo que la llorona deseó desde un
principio.
La luz mala locutora no entendía un pomo
pero le pidió a la llorona operadora que grabara la llamada, hizo la
seña rápido y se evaporó del estudio. La operadora se comía las
uñas y puteaba bajito: “¿Y ahora como cierro el programa, luz de
mierda?”.
A la mañana siguiente, el árbol seguía
impasible en la plaza. Los días posteriores, la radio repetiría esa
llamada tan estúpida por pedido de los oyentes, agraciados con tanto
alarido. Se usaría para rellenar la programación o por pura maldad,
quién sabe. El porvenir de la llorona alarmista quedó cubierto de
vergüenza y dejó de ir a la plaza los meses de diciembre por
recomendación del médico.
Pero más peligrosos eran los espíritus
que aprovechando la ordenanza copiaron los vicios humanos del robo y
el vandalismo. Hace poco capturaron a una bandita de luces malosas y
cuatreras. Lo grave del asunto no era que estas luces pretendieran
una moneda fácil entrando en el mercado negro de la carne equina. Lo
peor era el reguero de tripas que dejaban a su paso, y siempre de
pobladores humanos. La causa era algo elemental: la dimensión. Les
costaba horrores medir espacios físicos, estas atrevidas cometas no
tenían respeto por nadie y gustaban cortar camino atravesando
paredes y transeúntes indiscriminadamente. Cuando te da un golpe de
frío en este pueblo, no te asustes, es alguna luz mala que embiste a
medio mundo con tal de llegar a tiempo para el partido de waterpolo
enano.
La cuestión es que a esta bandita de
luces se les ocurrió enceguecer a todos los caballos de la ruta para
guiarlos hasta un camión ubicado de manera estratégica. Y como eran
testarudas para aprender física a diferencia de sus pares
futbolistas y ornamentistas de árboles, varios motociclistas humanos
terminaron hechos brochette de caballo. Puede que muchos lo tengan al
caballo como un animal de pocas luces. ¿Pero vos qué harías si te
bañaran con bengalas? El bicho no tiene la culpa y las muertes
humanas no le quitan el sueño a nadie en el mundo que respira a la
par nuestra.
Una vez una luz mala cuatrera cruzó la
ruta sin ver que un motoquero humano venía de frente. El frío le
escarchó el corazón y las venas en segundos. Cayó muerto a pocos
metros sobre un montón de arena. Las luces, que ya estaban
acostumbradas a disfrazar estos accidentes sobrenaturales rellenando
los cadáveres de alcohol, se habían quedado sin reservas de vino
para este hombre. Era hora de improvisar.
La luz líder decidió que toda la banda
capturara palomas en la plaza principal lo más pronto posible, y si
estaban vivas, mejor para los fines. En 15 minutos liquidaron todos
los nidos y tenían tantas ratas con alas como para comer por un mes.
“Bueno, ¡ahora a golpear las aves contra el pecho del fiambre!”
dijo la luz líder y pidió que todas hagan fila.
Se iban turnando como quien juega a
embocar el aro, una palomita por vez y el jefe decidía a la
ganadora. La bolita de plumas no debía reventar y su tamaño debía
coincidir con el pecho del tipo. Después de una docena por cada luz,
quedó seleccionada una paloma blanca, por su condición de chivo
expiatorio irónico, perfecto para las bobadas de significados a los
que apelamos nosotros los humanos.
Una la tomo por las garras y ¡pum! ¡Al
pecho ya morado del hombre! Se sentían astutas, reinas del
simulacro; eludieron al forense que se comía el verso de la paloma
blanca, con laurel y todo. Los repetidos picotazos también
funcionaron como picahielos, de esta manera lo de la sangre
escarchada quedó tapado. Podrían haber seguido robando caballos de
no ser porque la ausencia repentina de palomas fue denunciada por las
lloronas ancianas que siempre les daban de comer.
Los rumores de fantasmas afloran estas
cosas que siempre mistificamos, por temor y sin ahondar mucho. Aunque
se difuminan cuando el loco del autoservicio de Noé anuncia la
llegada del camión de frutas y verduras. Cuando la fila por fin
avanza y vos te tenes que apurar en pagar porque ¿vos no ves que
otros también quieren comprar?
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