martes, 12 de febrero de 2013

Il balletto di pietre


En la tarde había creado una noche y me había preparado dormido.
La mochila sólo contenía una roca, la misma que me cansaba y me preparaba.
Y eso bastaba para que fuese sacudida por todos los que iban delante mio.
Los que se reunieron en la plazoleta estaban igual de alterados.
Sus ropas multicolores, sus brazos hiperagilizados. Levantaron más piedras.
No se cansaron nunca de tirarlas.
Temía por un golpe inminente, pero cuando las piedras coloreadas se retenían en el cielo no me aparté nunca, no me aparté más.
Se quedaron incrustadas arriba, vibraban y danzaban gloriosas mientras miraban los otros embobados.
Hasta que el dolor me envolvió en seco.
Aquél que recuerdo del tiempo en que me lastimé con ellas, siempre era reincidente.
Destrozaron las calles, pero en las calles no se encontraba nada más que sus huellas. 
El arte de un instante, de lanzamiento...
No duró lo suficiente, todos lo habíamos reclamado, pero por más brazos energicos que tengan no iba a ser suficiente.
Y tuve que escapar, hasta la casa de unos familiares indeseables. Me sentía desorientado ante sus pieles azuladas, ¿Cuando ellos fueron calmos?
Irreconocibles en sus pieles de tranquilidad insostenible, voces que no eran las mismas ante las densidades que yo conocía.
Me pidieron calma, esa que realmente nunca tenían y quizas nunca tengan.
Que tomara un reanimador, pero ya me había rehusado ante eso.
Mi viejo estaba ahí, vulgar, azulado e insolado también, burlandose por mí acción de escupir.
De escupir toda reanimación.
Terminé pensando que eran unos boludos, y lo repetía a cada rato.
Son unos boludos... son unos boludos...
No podía aceptar, destilaba bronca ante su ignorancia. Como ellos no comprendieron lo que había pasado en la plazoleta rocosa.
Hasta que se terminó todo sobre el ballet de piedras.
La roca de mi mochila se había vuelto sesos en mi cabeza y el ventilador dejó de funcionar hace rato. Ahora tiraba aire caliente. Ahora en una pieza de luces verdes.
No había ninguna herida externa. Me habían quedado todas las pulsaciones. De toda piedra que se lanza pero que jamás llega.
Y entonces me negué a ese despertar. Pero ya era tarde. En ese momento supe que ya no había ninguna danza que valga.

Mauro Varela

No hay comentarios:

Publicar un comentario